Mark Twain, ¡Marca, amigo mío, marca! — vía Sucitrep Osat
























Le pido al lector que preste atención a los siguientes versos y que resuelva si realmente tienen un poder diabólico:

Cobrador, cuando recibas el dinero
marca, en presencia del viajero,
un billete azul de diez centavos.
Uno castaño de ocho, otro rosado...

(A coro)

Cobrador, cuando recibas el dinero,
Marca, amigo mío, con cuidado;
¡Marca en presencia del viajero!

Encontré estos versos en un periódico, hace cierto tiempo, y los leí dos o tres veces; desde entonces dominaron mis pensamientos. Cada vez que me sentaba a comer, sentía su ritmo en mi cerebro sonando de tal modo que, al terminar la comida, doblaba mi servilleta sin saber si había comido o no. 
Me encontraba en una reunión y planificaba mi plan de trabajo del día siguiente: un poderoso drama para la novela que estaba escribiendo.
Me fui a casa, para escribir mi tragedia, y tomé la pluma; pero en mi interior, obsesionado, repetía como un refrán: "Marca, en presencia del viajero". Luché con todas mis fuerzas durante una hora, pero fue inútil. 
"Un billete azul de diez centavos, uno castaño de ocho, uno rosado", etc., aquellos versos zumbaban en mis oídos, sin darme descanso ni tregua.
Fue una pérdida de tiempo; no entiendo qué me sucedía, ni aun ahora. Tuve que dejar de lado mi trabajo y finalmente, decidí pasear por la ciudad, pero apenas llegué a la calle, me di cuenta de que mis pies marchaban al ritmo de esos benditos versos.
No tenía otra cosa que hacer y comencé a caminar más rápido, ¡fue inútil!... el ritmo de aquellos versos se acomodaba a mis pasos y continuó persiguiéndome. 
Volví a casa y soporté aquella obsesión todo el resto del día; me senté maquinalmente a la mesa, sin saber siquiera lo que hacía; me dolía terriblemente la cabeza, temblaba de rabia y me paseaba de un lado al otro de la habitación. Al rato decidí acostarme y en la cama no hice más que dar vueltas, desvelado por el mismo ritmo. Había momentos en que llegué a ponerme realmente furioso. Me levanté y traté de leer, pero en cada línea me parecía ver escrito: "Marca, en presencia del viajero". A la madrugada ya no era dueño de mí y todo se preguntaban con desconcierto por qué repetía con insistencia aquel estúpido estribillo: "Marca, ¡oh, marca, en presencia del viajero!"
Dos días más tarde, un sábado por la mañana, me levanté más muerto que vivo y salí para encontrarme con un querido amigo, el Reverendo M., al que había citado para visitar la torre de Talcott, que se encontraba a una distancia de más de diez millas.
Mi amigo me miraba sin hacerme la más mínima pregunta; partimos y, como era su costumbre, el Reverendo M. hablaba sin parar. Yo no respondía porque, en realidad, tampoco oía nada. Después de haber hecho más de un kilómetro, mi amigo me preguntó:
— Mark, ¿le pasa algo? Está muy desanimado, distraído y pensativo. Dígame: ¿qué le ocurre?
Tristemente, sin el menor entusiasmo, respondí:
— "Marca, amigo mío, con cuidado, marca, en presencia del viajero". Mi amigo me miró extrañado, más bien confundido, y dijo:
— No alcanzo a comprender el sentido de lo que me quiere decir, Mark. La respuesta que acaba de darme evidentemente no es triste, pero, su forma de pronunciar las palabras y el tono de su voz me producen una sensación de amargura. Vamos a ver: ¿qué le sucede?
Yo ni siquiera oí esas palabras; me encontraba concentrado, dominado por la melodía de mis versos: "Un billete azul de diez centavos, uno castaño de ocho, otro rosado... Cobrador, cuando recibas el dinero, marca, con cuidado, en presencia del viajero".
No tengo la menor idea de qué fue lo que pasó durante los doce kilómetros restantes pero sé que de pronto, mi amigo, puso su mano sobre mi hombro y exclamó:
— ¡Eh! despierte, no siga durmiendo mi amigo, que ya llegamos a la torre. Hablé sin parar durante todo el viaje, y no logré obtener ni una sola palabra suya por respuesta; mire qué maravilloso otoño; usted, que ha viajado, puede compararlo y apreciarlo mejor; a ver, déme su opinión y dígame qué piensa al respecto.
Con un profundo suspiro, conteste:
— "Un billete azul de diez centavos, uno castaño de ocho, otro rosado... Cobrador, cuando recibas el dinero, marca, amigo mío, con cuidado. ¡Marca en presencia del viajero!"
Mi amigo se detuvo de improviso y, con aspecto serio, me observó de pies a cabeza; luego, añadió: 
— Mark, estoy preocupado; las palabra que acaba de pronunciar son las únicas que le oí decir durante todo el viaje; y aunque no les encuentro significado, cada vez que las escucho siento una angustia terrible:
"Marca, marca en..." ¿Cómo continúa?
Repetí los versos desde el comienzo, y los recité hasta el fin. El rostro de mi amigo se animó: 
— ¡Qué extraña y encantadora armonía! —exclamó—, y de su música podríamos decir: ¡qué bello ritmo! Creo que me acuerdo de la melodía; si quisiera repetirme una vez más la letra, estoy seguro de que la aprendería de memoria. 
Volví a decir los versos, y mi amigo los repitió con un pequeño error, que rapidamente le corregí; después de habérmelos oído tres veces, ya los sabía perfectamente.
En ese preciso momento sentí que una pesada carga abandonaba mis hombros; mi mente se despejó, libre ya de la tortura de aquel ritmo incesante, y experimenté una sensación de profundo bienestar. Sentí tanta alegría que comencé a cantar y continué cantando un largo rato; hasta que llegamos nuevamente a casa. No sé por qué se me dio por conversar y me puse a charlar sin descanso; las palabras fluían de mi boca como puede hacerlo el agua de una fuente.
Cuando llegó el momento de despedirme de mi amigo, le estreché la mano y le dije:
— ¡Qué paseo más hermoso! Pero me di cuenta que desde hace dos horas no ha pronunciado palabra. ¡Vamos, diga también algo, cuénteme alguna cosa!
El Reverendo M. me dirigió una triste mirada, lanzó un profundo suspiro y murmuró maquinalmente:
— "Marca, amigo mío, marca con cuidado. ¡Marca, en presencia del viajero!" 
Su respuesta me produjo verdadera angustia y pensé: ¡pobre amigo mío!, está atrapado por mi obsesión. 
No vi al Reverendo M. durante algunos días; el martes por la tarde apareció en mi casa: estaba abatido, pálido y notablemente consumido. Se dejó caer pesadamente en un sillón y mirando con tristeza, me dijo:
— ¡Oh, Mark, qué error terrible cometí al aprender aquellos versos, su ritmo es como una pesadilla que me persigue día y noche, hora tras hora, sin darme el menor descanso; desde la última vez que nos vimos sufro un verdadero calvario. 
El sábado por la tarde recibí un telegrama de Boston: uno de mis amigos más queridos acababa de morir y su familia me solicitaba que pronunciara la oración de despedida.
Tomé el tren de la noche y, sentado en mi compartimiento, traté de idear el esquema de mi discurso, pero, me fue imposible ir más allá de la primera frase, porque cuando el tren se puso en marcha y dejó ir su monótono tono chuc, chuc, chuc, esos versos comenzaron a martillarme el cerebro, acomodando su ritmo a aquel ruido. 
Durante una hora permanecí sentado en mi rincón, repitiéndolos, sin querer, al compás del ruido de las ruedas. Me atacó un violento dolor de cabeza y temí volverme loco si continuaba en aquel sitio; decidí, entonces, acostarme; así, me desvestí y me metí en la cama, pero, como puede imaginar todo fue inútil: chuc, chuc, chac, un billete azul de diez centavos —chuc, chac, chac, uno castaño de ocho —chac, chac, chac, uno rosado, etc...
¡Marca, en presencia del viajero!
Cuando llegué a Boston, estaba loco de remate. No me pregunte, por favor, qué sucedió en los funerales. Traté de comportarme lo mejor posible, pero cada una de mis frases, graves y solemnes, comenzó y terminó indefectiblemente con un: "¡Marca, amigo mío! ¡Marca, con cuidado! ¡Marca en presencia del viajero!". Para colmo de males, al pronunciar mi oración fúnebre, influido por la melodía maldita de esos ¡versos, cantaba, en vez de hablar! Y con terrible asombro, noté que mis oyentes, dominados por aquel ritmo contagioso, marcaban el compás, moviendo la cabeza. No sé si se me cree, Mark, pero antes de terminar mi oración, todo el auditorio, incluyendo a los parientes del difunto, los amigos y los extraños, balanceaban apaciblemente su cabeza, al son de mis palabras. 
Cuando terminé, terriblemente agitado, huí a la sacristía y allí me encontré con una solterona bastante mayor, tía del difunto que había venido desde Springfield para asistir a los funerales, pero como había llegado demasiado tarde para poder entrar en la iglesia decidió quedarse en la sacristía; estaba inconsolable y me dijo, sollozando: 
— ¡Se ha ido!... ¡Todo ha terminado!...
¡Y yo no tuve siquiera el consuelo de verlo antes de morir!...
— Sí — respondí yo—; ¡se ha ido... se ha ido... se ha ido...!
— ¡Oh...! ¡Usted lo quería mucho! —dijo ella— ¡Cuánto lo quería!...
— ¡Yo!... ¿a quién? — respondí ensimismado.
— ¡Pero!... —exclamó ella—, hablaba de mi pobre Jorge, de mi pobre sobrino.
— ¡Ah!... Sí, claro, de él, de él, seguro... —dije confundido—; "¡Marca, mi amigo, marca" ¡qué castigo! 
— Gracias, señor —me dijo ella—, gracias por sus bondadosas palabras. ¡Esta muerte me ha causando tanto daño! ¿Estuvo presente en sus últimos momentos?
— ¡Oh!... Sí... Yo... ¿Últimos momentos? ¿De quién?
— De nuestro querido difunto, por supuesto.
— ¡Oh!... Sí... sí... yo supongo... bueno... estoy seguro, claro, yo estaba allí.
— ¡Qué consuelo más dulce! Me podrá contar sus últimas palabras... ¿cuáles fueron?
— El decía... decía... (¡oh! ¡mi cabeza... mi pobre cabeza!...), decía, sin cesar: 
"¡Marca, marca, en presencia del viajero!". 
¡Oh!, déjeme señora, por favor; se lo pido por lo más santo; déjeme con mi locura, mi desesperación y mi desgracia. "Un billete azul de diez centavos, un billete castaño, uno rosado". Incapaz de detenerme, continué: "¡Marca, en presencia del viajero!".
Mi pobre amigo me miró con desesperación y, con voz conmovedora me dijo:
— ¡Mark! No me responde nada, no me da ánimo; ¿no podría darme algún alivio?
Pero ¡ay! el momento no está para faltas esperanzas. Todo me hace presentir que mi lengua quedará condenada eternamente a repetir este estribillo maldito: "Un billete azul de diez centavos, uno castaño, de ocho; uno rosado"...
El murmullo de su voz se apagó lentamente, y mi amigo cayó de pronto en un estado de éxtasis, que le ayudó a calmar su dolor.
A toda velocidad, para salvarlo de una inminente entrada en el hospital de enfermos mentales, lo llevé a la Universidad más próxima, dónde el pudiera descargar en el oído de los estudiantes el peso terrible de esa obsesión torturadora. 
Con respecto a lo que les ocurrió a los estudiantes, es un tema a cerca del que prefiero no hablar y no dar a conocer el triste final que tuvo esa transmisión.
Mis lectores se preguntarán por qué escribí este artículo. Me lo inspiró un fin noble: prevenir a todos de que si alguna vez tropiezan con estos versos implacables, huyan de ellos más que de la misma peste.







Cuentos con Humor. Trad. Graciela Repún. ed. Longseller "Clásicos de Bolsillo" ©. Buenos Aires, 2000.