Sobre El placer del texto de Roland Barthes















Abordamos el desglose de esta obra tan particular de Roland Barthes, una obra fragmentaria y de restallantes conceptualizaciones, citas, referencias y ejemplos que el mismo Barthes da. Una obra sin aparente orden pero que gira en torno de lo que el título encamina: el placer del texto.




La pregunta es ¿qué sucede si es que sucede algo al gozar de un texto, cuales son sus consecuencias, su devenir?
Desde ya, el epígrafe se confiere en la obra gran importancia, puesto que ha sido elegido por el autor. Pertenece a Hobbes,  filósofo político que tuvo una vida agitada, y dice: "La única pasión de mi vida ha sido el miedo". Luego Barthes volverá a hacer la cita en el cuerpo de la obra y esclarecer su sentido, pero de entrada, como pasión que es el miedo, quiere decirnos algo, ya que el texto hablará del placer del texto. El miedo lee, es la respuesta. El miedo está muy cerca del goce al leer, lo más individual e inconfesable del sujeto.


La ironía socrática, así mencionada por Barthes tiene que decir algo respecto del placer del texto. El método socrático pone al interlocutor en problemas. Hay dos posturas en Sócrates y su mayéutica: esperar que el interlocutor le diga lo que el ya sabe (Sócrates sabe), o bien que le diga algo que no sabe, en cuyo caso campeará la sorpresa del mismo Sócrates. Este lugar paridor de verdad, como quería Sócrates, es el nudo del asunto del placer. El placer no se puede sustraer a un individuo concreto. Lo que parece denunciar Barthes en Sócrates es que este Sócrates parece ser el que sabe a la previa parición. Juguemos aquí con el binomio parición-parimiento. Lo que denuncia Barthes es un Sócrates de parimiento. La ironía socrática sería, pues, contraria al miedo, al goce del interlocutor, tan pronto debe contradecirse o decir lo que Sócrates esperaba. Pero el hombre que actúa en contra de contradecirse existe, es una especie de antihéroe, como dice Barthes, es el hombre dándose su goce al leer o escribir. Abre en el texto, al leerlo, una Babel, una pluralidad desatada y al escribir la abre en su cristalización escribiente sobre la lengua misma. Es una lectura retroactiva, inconforme, insatisfecha la del que así lee, una lectura a la que no le importará el sentido pues este es su insatisfacción, una lectura tropezante y como dijo Lacan: "palabras que tropiezan son palabras que triunfan". Más adelante estableceremos, conforme a lo que dice Barthes, una disociación entre placer y goce. Disociación que importa en cuanto que el placer es requisito de una escritura, de legibilidad. El Deseo de la legibilidad debe conformarse en un "de acuerdo" a la estructura de la lengua que es una suerte de ordenador de todo cuanto se lee.
El escritor requiere para escribir no un "otro", no pensar en otro al escribir, como se suele decir: ("en quién se piensa al escribir"), sino de un espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce. La posibilidad de entrar en la escritura y ser legible, como decíamos. Como dirá más adelante Barthes, la naturaleza del goce es asocial, por tanto, no puede ingresar como goce, sino como placer. El placer que debe sentir el escritor se encauzará en el Deseo, que es gregario, de la lengua. Su goce cobraría ex-sistencia, en un no avergonzamiento de ese goce. Por tanto ese movimiento se llama de perversión: no haber vergüenza de eso tan íntimo como el miedo, tal dijimos, para que se produzca el pase a un placer, que tiene una índole social.


Existen momentos en que ese goce no sucede a la lengua y es cuando aparece lo que Barthes llama "el texto–murmullo". La lectura se bloquea, el goce se aplana. El texto–murmullo, el que murmura sin dar su oleada de goce, se transforma en la misma demanda, la misma apelación. No se forma el deseo en esa frigidez, en ese aburrimiento, no se forma, dirá Barthes, la neurosis. ¿Sería realmente el texto–murmullo un texto escrito fuera de todo goce, un texto sin nada para decir, un texto estereotipado al máximo? El texto no se abre al petit a lacaniano, y no penetra el goce. La cita de Bataille "La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible" clarifica a Barthes muchas cosas. Aquí encontramos la palabra "miedo" otra vez. Ese fondo imposible como lo íntimo del sujeto, el petit a. La aprehensión o captura como lo que hace discurrir en la lectura o escritura. El miedo como esa puja por el pase de ese goce de imposible en deseo.  Así puede que se desglose la cita de Bataille. Barthes se pregunta qué hace seductores a los textos de Bataille, ya que los ve contrarios a los textos–murmullo. Bataille, al parecer, ha salido victorioso de la empresa de hacer el pase del goce al placer del texto por él escrito. Esto lo diferenciaría. Barthes escribe: "Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico."
De allí la necesidad de una compensación entre el Deseo de la Escritura y el goce del escriba: es así que el lector-escritor tendrá su deseo. El Deseo-deseo como lo que vuelve legible. Y la lectura neuróticamente. La sanidad, por último, como el texto–murmullo.


Así es cómo cuando miramos a la estructura, observamos que es la ciencia de todo goce. Los goces puestos allí, sin estar allí, han modificado la estructura del lenguaje, y de la literatura. De ahí que Barthes diga que la escritura sea el tratado que trata de la escritura misma y por ello el goce sea imposible. La escritura -el efecto de escribir del goce- sería como inscripciones de esos goces-síntomas, inscripciones del imposible de Bataille, marcas dejadas.


Para hablar del placer del texto, a Barthes se le ocurre un gran ejemplo: el de Sade. Particular escritura, en tanto que el placer del texto está dado por rupturas, estas rupturas pueden verse a partir de los niveles que actúan en una escritura; así es como hallamos mensajes vulgares en una gramática por demás correcta, y la ruptura está hecha. La teoría del texto dice que la lengua se redistribuye, materia con la que trabaja el goce, para volver a ella. De un lado se opera, entonces, un orden plagiario de la lengua, su tradición potente, canónica, el buen uso del orden del lenguaje, y por otro lado, se introduce una destrucción del lenguaje, el lenguaje muere en algunos de sus órdenes, desaparece. Debe darse este equilibrio entre estos dos movimientos (no debe imperar el segundo, por ejemplo, en cuyo caso la ilegibilidad se patentiza). El orden de la cultura depositado en la lengua produce una falta y eso es la perversión. El erotismo es lo que define al goce actuando en ese plano de la lengua, se destruyen así ciertos edificios ideológicos, de solidaridad intelectual: un ejemplo puede ser una suerte de discurso de infralenguaje (con irrespeto de la sintaxis del sujeto y el predicado, producido entonces este desorden). Pero como ya venimos diciendo el desorden no puede ir muy lejos; porque busca significar, se frustra pues esa falta producida en los edificios ideológicos de la lengua, puesto que la lengua, única herramienta de que se consta, contraataca con otras legalidades que la hacen omnipresente: las asonancias, la verosimilitud de los neologismos, es decir, los nuevos lexemas se parecen a los viejos y así funcionan, etc. Barthes ve un ejemplo de esa perversión en la lengua en Sarduy donde se da "la presencia de todos los significantes sin la llegada de ninguno a su finalidad". Entiéndase, aquí, finalidad por significado, es un desfile de palabras que no quieren significar y no lo dejaran hacer tan fácilmente conforme están dispuestas. Ese bombardeo de significantes da velocidad y fuga, que no permite cristalizar el común significado. En Flaubert, Barthes ve un discurso "agujereado"; Flaubert procede a anacolutos y al asíndeton pero sin dejar que se vuelvan excepcionales, es decir, les otorga un carácter de normalidad conforme los dispone. Dicho de otro modo: no dan la sensación estos recursos de incorrección de ser engastados, encajados, sino que campean en una naturalidad. Salen vencedores de la incorrección, es decir permanecen legibles y dan placer a pesar de aquélla.


Como decíamos, el placer del texto se produce por el régimen que lleva de perversión. El placer no es, distingue Barthes, erógeno, sino que es erótico. La erogeneidad lo acercaría al texto tradición, al texto-murmullo, más gregario. El placer del texto se produce por una suerte de intermitencia, esto es el erotismo, una suerte de "puesta en escena de una aparición–desaparición". Hay un placer de leer una novela y develar los acontecimientos que llevan a su final. Este no sería el placer del texto descrito por Barthes. El placer del texto sería instantáneo, como una caída en el texto. El otro placer que no es el del texto, es el llamado placer edípico, el develamiento, hermenéutico, del sostenimiento del suspenso, tan pronto es la "puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado)". Ejemplos de lectura de este placer, parece verlas Barthes en textos clásicos como los de Zola, Balzac, Tolstoi, puesto que merecen el respeto de la integridad de sus textos. Barthes relata como en su lectura salta espacios de la historia por buscar los lugares más "quemantes" de la anécdota y por ende encabalga (deja de lado) otros que considera más aburridos. Esos lugares buscados son la bisagra de la acción, los núcleos narrativos que definen a un punto determinado la acción de la historia, las articulaciones de la fábula. En esos textos la lectura es rápida, no hay saboreo palabra por palabra. No obstante el carácter de esos saltos será para cada lector especial, le figurará un placer personal. Julio Verne sería la antonomasia de este tipo de lectura, todo en él es la fábula. Si el goce del texto es la sensación de una pérdida, de una falta del significado, en los textos de Verne no habría la falta de esta falta. La otra lectura, la del placer del texto, sería una lectura aplicada, una lectura de superposición de los niveles de significancia. Entiéndase aquí significancia como incapacidad de cristalizar el sentido de lo que se lee. Según Barthes, este tipo de lectura es el que conviene al texto moderno, pero habrá que decir que es la que establece también el texto moderno.


El texto moderno leído velozmente generaría una suerte de opacidad, de forclusión, sería imposible así. El ocurrir, el acontecimiento en esos textos modernos estaría en el "volumen del lenguaje, la enunciación", y no en la continuación de los enunciados. Es una suerte de desmenuzamiento de este tipo textual, una lectura aristocrática, filológica al decir de Nietzsche.


Un texto de placer produce al lector una suerte de epojé, una suerte de suspensión del juicio, una anulación de la adjetivización de lo que se lee. El goce encontrado en esa lectura sólo se expresaría en: "¡eureka!", en un: "es esto, es para mí". En una exclamación, en una efusión. Al producirse en el goce la significancia, es imposible un juicio que sería de valor, puesto que requeriría del registro Imaginario, que es ideológico. Esta incapacidad de adjetivar el texto leído es una afirmación y es nietzscheana, escribe Barthes. Más íntima que una subjetividad o un existencialismo. Se produce una excedencia del significado y lo que se produce es la llamada voluntad de poder nietzscheana, que bien pudiera aplicarse como voluntad de goce, excedencia de la demanda, del murmullo, el vencimiento de los adjetivos, la liberación o quita de los adjetivos (lo ideológico, lo imaginario).


Barthes distingue entre texto de placer y texto de goce. El primero es aquel que colma, no rompe con la cultura, es el texto confortable. El segundo el que ejecuta una pérdida, una vacilación de los fundamentos históricos, psicológicos, culturales del lector. Un sujeto dos veces perverso, escindido, sería al decir de Barthes, el que aprovecha los dos textos, al mantener los dos textos en sus respectivos campos determinados. Haría una constatación en el primer caso del hedonismo de toda cultura, y en el segundo caso participaría de la destrucción de la cultura (en el texto de goce). Buscaría para cada caso, en el primero, la consistencia de su yo, y en el segundo, la pérdida de su yo.


Barthes imagina un club de "amigos del Texto", todos ellos partidarios de sentir placer al leer el texto, su placer (de cada uno), su particular. Lo único que tendrían en común entonces sus miembros serían sus enemigos. Esos enemigos sospecharían de una mística en la literatura en ese placer. Ese club sería represor de las distintas imposturas de la ideología; su prioridad, como se dijo, sería el placer y por ende, daría insignificancia a las diferencias (una vez que se tiene conciencia de las diferencias se coartaría el placer). La diferencia es un estado moral de conflicto. Ese conflicto está codificado en ese estado moral. Así tenemos el ejemplo del ejercicio de la violencia como una codificación. Lo que revelaría este placer del texto es que no es de índole dialógica. Puesto que el conflicto integra la dialéctica (implicación de la agresión, de la simulación, de rivalidad de idiolectos, etc.). Ese placer abole lo imaginario verbal y por tanto las diferencias.


La metáfora del goce del lector, Barthes la vería en una cita de Silesius: "El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve." El goce es pues una especie de atravesamiento sin punto de llegada con el delirio, el individuo desollado. Según Barthes, los árabes llamarían al texto "el cuerpo cierto"; esta definición no tendría que ver con el (feno)texto, el texto fenomenológico, sino con el goce. El placer del texto es irreductible al fenómeno, es irreductible a su funcionamiento gramatical. Es puramente animal, biológico. La reducción a su funcionamiento gramatical sería de índole cultural. En el placer del texto, dice Barthes, el cuerpo sigue sus propias ideas; sigue las ideas del petit a, y vuelve al yo, en terminología lacaniana.


Barthes se pregunta cómo se obtendría placer en un texto crítico, (tan pronto el lector tiene que poner seriedad en la propuesta objetiva del crítico). La solución sería volverse voyeur de ese texto, observar el placer del crítico al argumentar. Volver una ficción el comentario del crítico.


Existe un problema al escribir un texto sobre el placer del texto. Constaría ese texto, por supuesto de dos tiempos: la doxa y la paradoxa (esto último es lo que lo vuelve reactivo). Pero habría un tercer tiempo que sería un después de la escritura, una introducción a esa lectura: la ocupación de lo no escrito por el placer del lector. La deriva del goce del texto establece un eje vital que si se sostuviera, dice Barthes, sería suicida.


Ahora sí llegamos a la diferenciación entre goce y placer. Presentan una ambigüedad en su restablecimiento. El placer aludiría a la satisfacción y el goce a la desaparición, la línea sin llegada ni partida. El goce, como dijimos es más particular y por tanto menos gregario. El placer remite al principio de realidad, por intermedio del principio de placer. El placer entonces siempre se sesgará a la definición de un goce reducido, que se desvía a conciliaciones. Pero esa diferencia de grado que se esboza entre los dos términos es imposible y esa imposibilidad explica porque la Historia no es dialéctica, sino producto de sacudimientos, y de parte del sujeto, alterada por la capacidad de introducir su goce. La historia así sería como el goce, que no es pacífica y no sabe lo que hace, no es una inteligencia, es simplemente una afirmación nietzscheana. No hay desarrollo en el goce, ni lo hay en la Historia. Lacan propone en su teoría una diferenciación: el goce es inter-dicto, es un entre-dicho, se dice entre-líneas.

Así, el ejercicio de la crítica sólo puede darse sobre textos de placer. Su materia es la cultura, no puede apoyarse en el goce, es histórica, prospectiva, constatativa. Por ello la única forma de alcanzar un texto de goce es con otro de goce: la escritura que referíamos antes como ciencia de los placeres en la historia. El texto de goce es un hablar (en) el texto y no (del) texto.


Tanto la derecha como la izquierda han desmerecido el concepto de placer. La izquierda, por ejemplo, ha argumentado que el hedonismo no debe carecer de compromiso, no debe ser "puro deleite".
Lo escandaloso del placer del texto no reside en que es inmoral (este juicio persigue la dialéctica), lo escandaloso del goce es que es atópico.


La sociedad mercantil sostiene la comunidad literaria. Una comunidad improductiva. Su producción no es para la sociedad mercantil. Salvo, sí, que la sociedad mercantil recupera en la comunidad literaria aquello que la niega: mercantilizando lo que produce, su improducción (el libro como mercancía). Convierte el inútil del texto en útil. Sólo hace eso, porque eso es lo que sabe y le nace hacer. La sociedad mercantilista ignora el movimiento de perversión que viene aparejado de la comunidad literaria, y lo avala. En palabras de Freud, citado por Barthes, se produce lo siguiente: "la pulsión tiene derecho a su propia satisfacción, la realidad recibe el respeto que le es debido".


Existe una antipatía de parte del goce hacia la emoción. El goce es autista, delirante, paranoico (pero por su mirada a la nada), todos estos lexemas reubican su sustancia imposible. Así el goce se vería como una comprensión de sí mismo despoblada de prejuicios (los cuales provienen de la estructura, del yo).
Así, el goce y el aburrimiento, como sucedía con el miedo, se parecerían. Lo que importa a la introducción del goce en Flaubert no son las ideas que él tiene en torno a ese goce: llegar a una lengua ideal. Sino su efecto. No logra lo que se propone por saberlo sino que lo logra porque cambia el código. La exactitud es esa modificación producida. Asimismo y por ello, ya que esas ideas pertenecen al autor, el autor también desaparece del texto, el autor está muerto en el texto.


Los sistemas ideológicos serían como novelas: tienen intriga, debe haber para ello una dialéctica, ficciones de lo bueno y lo malo. Se opondría a lo novelesco, que es lo propio del placer, donde se diseminan las formas y se produce el corrimiento del sistema ideológico, el velo de Maya.


La ideología ha sido bien entendida por Nietzsche, como ve Barthes. Esa ficción que es la ideología debe, para existir, constar de una clase sacerdotal que son los oficiantes, con un lenguaje cristalizado y en vías de esclerosis, así es como el lenguaje crea regiones. La ideología en su busca de limpiarse, digamos, su nombre, realiza diversos movimientos como ser: pretende una apolítica de la doxa. Es la logosfera, todo se produce desde allí hacia allí. Especie de conflicto de paranoias en la que sobreviven las más creativas, las que mejor aspiran al goce. El lenguaje del poder capitalista se sustraería a esa paranoia de mirar a sus adversarios, no argumentar "en contra de". Es la auténtica ideología, especie de envenenamiento implacable, más inconsciente que ningún otro lenguaje.


Como dijimos, el texto posee en su atopismo la significancia que es una suerte de desbordamiento del sistema. Los momentos tranquilos dentro del sistema serían los momentos de la inmisión del texto, del texto de placer. Esa inmisión del texto de placer-goce diríamos ya, no es cesión de otro lenguaje, es pase a otro lenguaje. Lo que ejecuta este texto es una suerte de transmutación de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje.


Algunos textos clásicos, dice Barthes, dejan pasar la ideología y lo hacen como un enrojecimiento de los autores. Exceptúa a Mallarmé que no cae en ello por ser "dueño de sí mismo". En cambio en Zola, vemos que su naturalismo es una pura ideología más.


Barthes dirá algo interesante respecto a la ideología que también tiene resonancias lacanianas: es un pleonasmo decir "ideología dominante". La ideología es lo que domina. Son las clases las que pueden ser dominantes y dominadas. La ideología siempre es, cuando la hubiera, de la clase dominante.


El placer del texto produciría un puro lenguaje sin su Imaginario. Sería pura inmisión, se sustraería así este texto producido por el placer de la ciencia de los lenguajes, es decir la lingüística.
De este modo, una tesis sobre el placer del texto es imposible, se pervertiría el camino de su ex-plicación hacia el asunto de las motivaciones (que son referencias materiales). De modo que el tema del placer sólo puede rodearse, como hace este texto de Barthes sobre el placer del texto.
La significancia es el grado cero de la escritura, un comodín, el mushotoku zen, sin deseo de tomar nada si no el goce perverso de las palabras.
Existen los escritores que combaten la represión ideológica y los que combaten la represión libidinal, pero ese combate es incompatible con el goce, es mera contrainformación. Vuelven al intertexto, que es, la imposibilidad de vivir en el texto infinito. Así Bachelard, creador de una estética de la lectura, un fenomenólogo de la lectura, trabaja con el feno-texto y admite así, ignorando, la falla epistemosomática lacaniana.


El interés por parte de la clase burguesa por el lenguaje es una suerte de decorado, un ejercicio de la fraseología. En la cultura de masas se hace imposible el goce del texto, la significancia. Puesto que la significancia es la extenuación de la cultura burguesa.


El análisis socio-ideológico de la literatura y los hacedores de la literatura es un análisis que ve a aquellos como un grupo socialmente desposeído, decepcionado, fuera de combate: (es una visión, por tanto hermenéutica, basada en el significado). El escritor del placer del texto tiene la sensación de deberse sustraer y rechazar las palabras que se encuentra, las conforma como ya vistas, estereotipadas. Así, muchas veces, lo nuevo no es tal, es también el estereotipo de lo nuevo.


Entonces: el nuevo paradigma ya no es el nietzscheano de lo noble y lo vil, sino el de lo antiguo y lo nuevo. Es la fuga hacia adelante, mientras que lo antiguo es lo comprometido y alienante, lo que repite. Lo nuevo proviene del goce, que es apolítico.


Existen dos formas de erotismo de la palabra al decir de Barthes: el primero es la burla del estereotipo en la repetición obsesiva y deliberada del significante. O bien, el uso de la palabra inesperada que sería el efecto del goce puro. Ambos generan un extrañamiento en el estereotipo, una suerte de espejismo de certitud de la palabra usada (dado por su novedad ubicacional).


Sería necesario una lingüística, es decir una ciencia del lenguaje que trate o estudie el proceso de solidificación hacia el significado, una suerte de genealogía a lo Foucault.


El goce es, sucede, en tanto es algo no dicho, así se dice, esta es su paradoja, en tanto no se transforma en doctrina. La naturaleza del goce es no nombrar el Nombre y todo lo que éste hace.
Existe en la novela una capacidad de dos realismos: el decifraje de lo real (lo que se demuestra pero no se ve) y el decir la realidad (lo que se ve pero no se demuestra): por ejemplo, el primer caso: esbozo de lo ininteligible de la realidad pero inteligible histórico (nombrar algo anacrónico como esto que refiere Barthes: "ensalada de naranjas al ron"): especie de límite de la imaginación tratando de sobrepasarse, excederse.


Estando como estamos en la era del goce del texto -así se escriben los textos modernos- estamos en la era de la Muerte del Padre, la frustración del develamiento en el contar historias (la averiguación, la busca del origen). Entendiendo esto, podemos saber que la tragedia es la lectura más perversa puesto que al saberse el final de la historia, que es trágico, como se sabe, no se procede al gusto del desvelamiento y se da lugar a la apertura del goce, no se discurre en la justificación de los hechos punitivos y castigadores que se suceden en la fábula, sino que se los deja ver hacia el goce, con una suerte de amor fati.


Aquí llegamos a la proximidad entre el goce y el miedo, que advertimos. El miedo ha sido desmerecido como sentimiento porque hace que el sujeto permanezca como tal al sentirlo. Pero el miedo es el ejemplificador del caso del goce al dejar el sujeto intacto (especie de resistencia deleuziana) y ser a su vez su clandestinidad absoluta. El miedo conjuga el sostenimiento del yo y a la vez su pérdida.


La frase, sostiene Barthes, es de naturaleza jerárquica y acabable, no tiene la apertura delirante de la significancia. Al decir de Valéry: "No se piensan palabras, solamente se piensan frases". El escritor es entonces un a manera de Piensa-frases (es decir: ni totalmente un pensador ni totalmente un fraseador), y la frase es inmutablemente esctructurada pero infinitamente renovable (como en un ajedrez).


El placer del texto establece un paseo por la literatura en que es pasible de disgregación (no gusta el mismo texto dos veces), es pasible a los humores. No se satisface en ver la creación de lo recreado (y que estuvo ahí) en las novelas. El placer busca un tercer término que no es la síntesis propia de la dialéctica, sino un término ex-céntrico, inaudito. El placer del texto, asimismo, no usa de la representación sino de la figuración, el autor no aparece bajo la especie de la biografía directa, todo se camufla, todo es indirecto. Por ello, el film, es más figurativo que el texto. En la representación hay necesidad de justificaciones. La representación requiere que nada salga del cuadro, el libro, el film, incluso si trata el placer, trata de retratarlo, de objetivizarlo.


El sueño ha puesto sentimientos muy civilizados sobre la mesa (haciendo hablar todo lo que no nos es extraño). El goce pone en escena ese diferencial de sentimientos civilizados pero lo hace poniendo una anécdota legible con sentimientos imposibles. Por tanto es imposible lograr la escritura del placer textual, por el carácter metalingüístico de toda investigación institucional, puesto que el placer textual es la ciencia del devenir por no poseer disfraz de tutela moral.


La significancia no se puede estudiar, tal parece. Tal parece es lo que produce el sentido sensualmente, eróticamente. Volvemos a la definición de quién ve, qué ojo ve y qué es mirado, de Silesius, donde ahora cotejamos con lo mismo que dice Barthes en otra parte del texto: el sujeto no interpreta, es la interpretación la que lo hace. El placer es individual, pero no personal, esto implica que no le atañe al yo. Barthes imagina que se pudiera hacer una tipología de los diversos placeres de lectura; así, el fetichista, con su corte del texto, con su amor a las citas; el histérico con su sumergimiento en un texto sin metalenguaje, sin fondo, sin verdad.
El texto sería como el tejido de la telaraña y el lector como la araña que se disuelve en ella al construirla. La importancia que tiene la voz en el placer es que por ella se pone el goce, el particular más particular del significante, que construye la estética del placer textual; entonces aquí se ve la importancia de la lectura en voz alta. Esta lectura en alta voz pertenece al geno-texto (no al feno-texto), a la significancia, puesto que es el recorte, si vale el término, más preciso de los incidentes pulsionales.