María Luisa Bombal, La última niebla (fragmento final) — vía Sucitrep Osat





















¡Regina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles, largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido; evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos, fueron acorralándola hasta este último gesto.
Regina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido, porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente un día más.
Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme.
¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más miserable que Regina?
Tras el gesto de Regina hay un sentimiento intenso, toda una vida de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Regina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por
primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre horrible y totalmente desdichada.
¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?
Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me exasperan, mientras un señor de aspecto grave me habla cariñoso y bajo, como a una enferma.
Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una resolución.
La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me daba primero cierta seguridad empieza ahora a molestarme y a angustiarme.
Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una orden secreta. Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas!
Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano...
Pero esa misma plazoleta tampoco la encuentro. Creo haber hecho el recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohibe toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.
En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias misteriosas.
Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una brasa.
Detrás de mí, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina.
Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.
Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.
Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan cerradas. El no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado.
Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne. ¡No fue un sueño, no!
Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un sonido de timbre lejano responde a mi gesto. Transcurren varios minutos.
Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.
Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galena de cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la penumbra?
—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja. ¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto, telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.
Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última puerta y miro. ¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.
Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.
—La señora no está.
—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.
Una voz glacial me contesta:
—¿El señor? Falleció hace más de quince años.
—¡Cómo!
—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto...
Me voy, huyo.
Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa, continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas. Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada. Además ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.
De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran y se agitan.
—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de hierro blanco.
Regina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.
Me acerco. Regina tiene los ojos entornados y respira con dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido. Se incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar. 
Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo, suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.
A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde el momento fatal en que...
El corazón me da un vuelco. Veo a Regina desplomándose sobre un gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han desprendido, empapadas de sangre.
Y siento, de pronto, que odio a Regina, que envidio su dolor, su trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella, que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.
En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar, mientras algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón... "Un muchacho, lo arrolló un automóvil..."
El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo.
Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante de mí.
Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído salvarme.
Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido.
Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.
Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?
Hace algunos años hubiera sido, tal vez,.razonable destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.
Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad. Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.
Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva.