Jorge Luis Borges — Emanuel Swedenborg













Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario —si es que admitimos esos superlativos— fue el más misterioso de los subditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg. Quiero decir algunas palabras sobre él, y luego voy a hablar de su doctrina, que es lo más importante para nosotros.

Emanuel Swedenborg nació en Estocolmo en el año 1688, y murió en Londres en 1772. Una larga vida, más larga si pensamos en las breves vidas de entonces. Casi pudo haber cumplido cien años. Su vida se divide en tres períodos. Esos períodos son de intensa actividad. Cada uno de esos períodos dura —se ha computado— veintiocho años. Tenemos al principio a un hombre dedicado al estudio. El padre de este Swedenborg era un obispo luterano, y Swedenborg fue educado en el luteranismo, cuya base angular, según se sabe, es la salvación por la gracia, de la cual descree Swedenborg. En su sistema, en la nueva religión que él predicó, se habla de la salvación por las obras, aunque esas obras no son, por cierto, misas ni ceremonias: son obras verdaderas, obras en las cuales entra todo el hombre, es decir su espíritu y, lo que es más curioso aún, también su inteligencia.

Pues bien, este Swedenborg empieza como sacerdote y luego se interesa por las ciencias. Le interesan, sobre todo, de un modo práctico. Luego se ha descubierto que él se adelantó a muchas invenciones ulteriores. Por ejemplo, la hipótesis nebular de Kant y de Laplace. Luego, como Leonardo da Vinci, Swedenborg diseñó un vehículo para andar por el aire. Él sabía que era inútil, pero veía el punto de partida posible para lo que nosotros llamamos actualmente aviones. También diseñó vehículos para andar bajo el agua, como había previsto Francis Bacon. Luego le interesó —hecho también singular— la mineralogía. Fue asesor de negocios de minas en Estocolmo. Le interesó también la anatomía. Y, como a Descartes, le interesó el lugar preciso donde el espíritu se comunica con el cuerpo.

Emerson dice: «Lamento decir que nos ha dejado cincuenta volúmenes». Cincuenta volúmenes de los cuales veinticinco, por lo menos, están dedicados a la ciencia, a la matemática, a la astronomía. Rehusó ocupar la cátedra de Astronomía en la Universidad de Upsala porque se negaba a todo lo que fuera teórico. Era un hombre práctico. Fue ingeniero militar de Carlos XII, que lo honró. Se trataron mucho los dos: el héroe y el futuro visionario. Swedenborg ideó una máquina para trasladar navios por tierra, en una de esas guerras casi míticas de Carlos XII sobre las cuales ha escrito tan hermosamente Voltaire. Transportaron los barcos de guerra a lo largo de veinte millas.

Más tarde se trasladó a Londres, donde estudió las artes del carpintero, del ebanista, del tipógrafo, del fabricante de instrumentos. También dibujó mapas para los globos terráqueos. Es decir que fue un nombre eminentemente práctico. Y recuerdo una frase de Emerson; dice que «ningún hombre llevó una vida más real que Swedenborg». Es necesario que sepamos esto, que unamos toda esa obra científica y práctica de él. Fue un político, además; fue senador del reino. A los cincuenta y cinco años ya había publicado unos veinticinco volúmenes sobre mineralogía, anatomía y geometría.

Ocurrió entonces el hecho capital de su vida. El hecho capital de su vida fue una revelación. Recibió esa revelación en Londres, precedida por sueños, que están registrados en su diario. No se han publicado, pero sabemos que fueron sueños eróticos.

Y después vino la visitación, que algunos han considerado un acceso de locura. Pero eso está negado por la lucidez de su obra, por el hecho de que en ningún momento nos sentimos ante un loco.

Escribe siempre con gran claridad, cuando expone su doctrina. En Londres, un desconocido que lo había seguido por la calle entró a su casa y le dijo que era Jesús, que la Iglesia estaba decayendo —como la iglesia judía cuando surgió Jesucristo—, y que él tenía el deber de renovar la Iglesia creando una tercera iglesia, la de Jerusalén.

Todo esto parece absurdo, increíble, pero tenemos la obra de Swedenborg. Y esa obra es muy vasta, escrita en un estilo muy tranquilo. Él no razona en ningún momento. Podemos recordar aquella frase de Emerson, que dice: «Los argumentos no convencen a nadie». Swedenborg expone todo con autoridad, con tranquila autoridad.

Pues bien, Jesús le dijo que le encomendaba la misión de renovar la Iglesia y que le sería permitido visitar el otro mundo, el mundo de los espíritus, con sus innumerables cielos e infiernos. Que tenía el deber de estudiar la Escritura Sagrada. Antes de escribir nada, le dedicó dos años al estudio de la lengua hebrea, porque quería leer los textos originales. Volvió a estudiar los textos, y creyó encontrar en ellos el fundamento de su doctrina un poco a la manera de los cabalistas, que encuentran razones a lo que buscan en el texto sagrado.

Veamos, ante todo, su visión del otro mundo, su visión de la inmortalidad personal, en la cual creyó, y veremos que todo ello está basado en el libre albedrío. En la Divina Comedia de Dante —esa obra tan hermosa literariamente— el libre albedrío cesa en el momento de la muerte. Los muertos son condenados por un tribunal y merecen el cielo o el infierno. En cambio, en la obra de Swedenborg nada de eso ocurre. Nos dice que cuando un hombre muere no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que lo rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo. Empieza a notar algo que al principio lo alegra y que lo alarma después; todo, en el otro mundo, es más vívido que en éste.

Nosotros siempre pensamos en el otro mundo de un modo nebuloso, pero Swedenborg nos dice que ocurre todo lo contrario, que las sensaciones son mucho más vívidas en el otro mundo. Por ejemplo, hay más colores. Y si pensamos que en el cielo de Swedenborg, los ángeles, de cualquier modo que estén, están siempre de cara al Señor, podemos pensar también en una suerte de cuarta dimensión. En todo caso, Swedenborg nos repite que el otro mundo es mucho más vívido que éste. Hay más colores, hay más formas. Todo es más concreto, todo es más tangible que en este mundo. Tanto es así —dice él— que este mundo, comparado con el mundo que yo he visto en mis innumerables andanzas por los cielos y los infiernos, es como una sombra. Es como si nosotros viviéramos en la sombra.

Aquí recuerdo una sentencia de San Agustín. En la Civitas Dei, San Agustín dice que sin duda el goce sensual era más fuerte en el Paraíso que aquí, porque no puede suponerse que la caída haya mejorado nada. Y Swedenborg dice lo mismo. Él habla de los goces carnales en los cielos y los infiernos del otro mundo y dice que son mucho más vívidos que los de aquí.

¿Qué sucede cuando un hombre muere? Al principio no se da cuenta de que ha muerto. Prosigue con sus ocupaciones habituales, lo visitan sus amigos, conversa con ellos. Y luego, poco a poco, los hombres ven con alarma que todo es más vívido, que hay más colores. El hombre piensa: Yo he vivido todo el tiempo en la sombra, y ahora vivo en la luz. Y eso puede alegrarlo un momento.

Y luego se le acercan desconocidos y conversan con él. Y esos desconocidos son ángeles y demonios. Swedenborg dice que los ángeles no han sido creados por Dios, que los demonios no han sido creados por Dios. Los ángeles son hombres que han ascendido a ser angelicales; los demonios son hombres que han descendido a ser demoníacos. De modo que toda la población de los cielos y de los infiernos está hecha de hombres, y esos hombres son ahora ángeles y son ahora demonios.

Pues bien, al muerto se le acercan los ángeles. Dios no condena a nadie al infierno. Dios quiere que todos los hombres se salven.

Pero al mismo tiempo Dios ha concedido al hombre el libre albedrío, el terrible privilegio de condenarse al infierno, o de merecer el cielo. Es decir que la doctrina del libre albedrío —que la doctrina ortodoxa suspende después de la muerte—, Swedenborg la mantiene hasta después de la muerte. Entonces, hay una región intermedia, que es la región de los espíritus. En esa región están los hombres, están las almas de quienes han muerto, y conversan con ángeles y con demonios.

Entonces llega ese momento que puede durar una semana, puede durar un mes, puede durar muchos años; no sabemos cuánto tiempo puede durar. En ese momento el hombre resuelve ser un demonio, o llegar a ser un demonio o un ángel. En uno de los casos merece el infierno. Esa región es una región de valles y luego de grietas. Esas grietas pueden ser inferiores, que comunican con los infiernos; o grietas superiores, que comunican con los cielos. Y el hombre busca, conversa y sigue la compañía de quienes le gustan. Si tiene temperamento demoníaco, prefiere la compañía de los demonios. Si tiene temperamento angelical, la compañía de los ángeles. Si ustedes quieren una exposición de todo esto, por cierto mucho más elocuente que la mía, la encontrarán en el tercer acto de Man and Superman, de Bernard Shaw.

Es curioso que Shaw no mencione nunca a Swedenborg. Yo creo que él llegó a hacerlo a través de Blake, o a través de su propia doctrina. Porque en el sistema de John Tanner está mencionada la doctrina de Swedenborg, pero sin nombrarlo. Presumo que no fue un acto de deshonestidad de Shaw, sino que llegó a creerlo sinceramente. Presumo que Shaw llegó a las mismas conclusiones a través de William Blake, que ensaya la doctrina de la salvación que predice Swedenborg.

Bien. El hombre conversa con ángeles, el hombre conversa con demonios, y le atraen más unos que otros; eso, según su temperamento. Quienes se condenan al infierno —ya que Dios no condena a nadie— se sienten atraídos por los demonios. Ahora, ¿qué son los infiernos? Los infiernos, según Swedenborg, tienen varios aspectos. El aspecto que tendrían para nosotros o para los ángeles. Son zonas pantanosas, zonas en las que hay ciudades que parecen destruidas por los incendios; pero ahí los reprobos se sienten felices. Se sienten felices a su modo, es decir, están llenos de odio y no hay un monarca de ese reino; continuamente están conspirando unos contra otros. Es un mundo de baja política, de conspiración. Eso es el infierno.

Luego tenemos el cielo, que es lo contrario, lo que corresponde simétricamente al infierno. Según Swedenborg —y ésta es la parte más difícil de su doctrina— habría un equilibrio entre las fuerzas infernales y las fuerzas angelicales, necesario para que el mundo subsista. En ese equilibrio siempre es Dios el que manda. Dios deja que los espíritus infernales estén en el infierno porque sólo en el infierno están felices.

Y Swedenborg nos refiere el caso de un espíritu demoníaco que asciende al cielo, aspira la fragancia del cielo, oye las conversaciones del cielo, y todo le parece horrible. La fragancia le parece fétida, la luz le parece negra. Entonces vuelve al infierno porque sólo en el infierno es feliz. El cielo es el mundo de los ángeles. Y Swedenborg agrega que todo el infierno tiene la forma de un demonio, y el cielo la forma general de un ángel. El cielo está hecho de sociedades de ángeles y ahí está Dios. Y Dios está representado por el sol.

De modo que el sol corresponde a Dios y los peores infiernos son los infiernos occidentales y los del norte. En cambio, al este y al sur los infiernos son más mansos. Nadie está condenado a ellos. Cada uno busca la sociedad que quiere, busca los compañeros que quiere, y los busca según el apetito que ha dominado su vida.

Los que llegan al cielo tienen una noción equivocada. Piensan que en el cielo rezarán continuamente; y les permiten rezar, pero al cabo de pocos días o semanas se cansan: se dan cuenta de que eso no es el cielo. Luego adulan a Dios; lo alaban. A Dios no le gusta ser adulado. Y también esa gente se cansa de adular a Dios. Luego piensan que pueden ser felices conversando con sus seres queridos, y al cabo de un tiempo comprenden que los seres queridos y los héroes ilustres pueden ser tan tediosos en la otra vida como en ésta. Se cansan de eso y entonces entran en la verdadera obra del cielo. Y aquí recuerdo un verso de Tennyson; dice que el alma no desea asientos dorados; simplemente, desea que le den el don de seguir y de no cesar.

Es decir, el cielo de Swedenborg es un cielo de amor y, sobre todo, un cielo de trabajo, un cielo altruista. Cada uno de los ángeles trabaja para los otros; todos trabajan para los demás. No es un cielo pasivo. No es una recompensa, tampoco. Si uno tiene temperamento angelical uno tiene ese cielo y está cómodo en él. Pero hay otra diferencia que es muy importante en el cielo de Swedenborg: su cielo es eminentemente intelectual.

Swedenborg narra la historia, patética, de un hombre que durante su vida se ha propuesto ganar el cielo; entonces, ha renunciado a todos los goces sensuales. Se ha retirado a la Tebaida. Allí se ha abstraído de todo. Ha rezado, ha pedido el cielo. Es decir, ha ido empobreciéndose. Y cuando muere, ¿qué ocurre? Cuando muere llega al cielo, y en el cielo no saben qué hacer con él. Trata de seguir las conversaciones de los ángeles, pero no las entiende. Trata de aprender las artes. Trata de oír todo. Trata de aprender todo y no puede porque él se ha empobrecido. Es, simplemente, un hombre justo y mentalmente pobre. Y entonces le conceden como un don el poder proyectar una imagen: el desierto. En el desierto rezaba como rezaba en la tierra, pero sin despegarse del cielo, porque él sabe que se ha hecho indigno del cielo mediante su penitencia, porque él ha empobrecido su vida, porque él se ha negado a los goces y a los placeres de la vida, lo cual también está mal.

Ésta es una innovación de Swedenborg. Porque siempre se ha pensado que la salvación es de carácter ético. Se entiende que si un hombre es justo, se salva. «El reino de los cielos es de los pobres de espíritu», etcétera. Eso lo comunica Jesús. Pero Swedenborg va más allá. Dice que eso no basta, que un hombre tiene que salvarse también intelectualmente. Él se imagina el cielo, sobre todo, como una serie de conversaciones teológicas entre los ángeles. Y si un hombre no puede seguir esas conversaciones es indigno del cielo. Así, debe vivir solo. Y luego vendrá William Blake, que agrega una tercera salvación. Dice que podemos —que tenemos— que salvarnos también por medio del arte. Blake explica que Cristo también fue un artista, ya que no predicaba por medio de palabras sino de parábolas. Y las parábolas son, desde luego, expresiones estéticas. Es decir, que la salvación sería por la inteligencia, por la ética y por el ejercicio del arte.

Y aquí recordamos algunas de las frases en que Blake ha moderado, de algún modo, las largas sentencias de Swedenborg, cuando dice, por ejemplo: «El tonto no entrará en el cielo por santo que sea». O: «Hay que descartar la santidad; hay que investirse de inteligencia».

De modo que tenemos esos tres mundos. Tenemos el mundo del espíritu y luego, al cabo de un tiempo, un hombre ha merecido el cielo, un hombre ha merecido el infierno. El infierno está regido realmente por Dios, que necesita ese equilibrio. Satanás es el nombre de una región, simplemente. El demonio es simplemente un personaje cambiante, ya que todo el mundo del infierno es un mundo de conspiraciones, de personas que se odian, que se juntan para atacar a otro.

Luego Swedenborg conversa con diversa gente en el paraíso, con diversa gente en los infiernos. Le es permitido todo eso para fundar la nueva iglesia. ¿Y qué hace Swedenborg? No predica; publica libros, anónimamente, escritos en un sobrio y árido latín. Y difunde esos libros. Así pasan los últimos treinta años de la vida de Swedenborg. Vive en Londres. Lleva una vida muy sencilla. Se alimenta de leche, pan, legumbres. A veces, llega un amigo de Suecia y entonces se toma unos días de licencia.

Cuando fue a Inglaterra, quiso conocer a Newton, porque le interesaba mucho la nueva astronomía, la ley de gravedad. Pero nunca llegó a conocerlo. Se interesó mucho por la poesía inglesa. Menciona en sus escritos a Shakespeare, a Milton y a otros. Los elogia por su imaginación; es decir, este hombre tenía sentido estético. Sabemos que cuando recorría los países —porque viajó por Suecia, Inglaterra, Alemania, Austria, Italia— visitaba las fábricas, los barrios pobres. Le gustaba mucho la música. Era un caballero de aquella época. Llegó a ser un hombre rico. Sus sirvientes vivían en el piso bajo de su casa, en Londres (la casa ha sido demolida hace poco), y lo veían conversando con los ángeles o discutiendo con los demonios. En el diálogo nunca quiso imponer sus ideas. Desde luego, no permitía que se burlaran de sus visiones; pero tampoco quería imponerlas: más bien trataba de desviar la conversación de esos temas.

Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vividas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en términos de experiencias eróticas o con metáforas de vino. Por ejemplo, un hombre que se encuentra con Dios, y Dios es igual a sí mismo. Hay un sistema de metáforas. En cambio, en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente.

Por eso su lectura no es exactamente divertida. Es asombrosa y gradualmente divertida. Yo he leído los cuatro volúmenes de Swedenborg que han sido traducidos al inglés y publicados por la Everymahs Library. Me han dicho que hay una traducción española, una selección, publicada por la Editora Nacional. He visto unas estenografías de él, sobre toda aquella espléndida conferencia que dio Emerson. Emerson dio una serie de conferencias sobre hombres representativos. Puso: «Napoleón o el hombre de mundo; Montaigne o el escéptico; Shakespeare o el poeta; Goethe o el hombre de letras; Swedenborg o el místico». Ésa fue la primera introducción que yo leí a la obra de Swedenborg. Esa conferencia de Emerson, que es memorable, finalmente no está del todo de acuerdo con Swedenborg. Había algo que le repugnaba: tal vez que Swedenborg fuera tan minucioso, tan dogmático. Porque Swedenborg insiste varias veces sobre los hechos. Repite la misma idea. No busca analogías. Es un viajero que ha recorrido un país muy extraño. Que ha recorrido los innumerables infiernos y cielos y que los refiere. Ahora vamos a ver otro tema de Swedenborg: la doctrina de las correspondencias. Yo tengo para mí que él ideó esas correspondencias para encontrar sus doctrinas en la Biblia. Él dice que cada palabra en la Biblia tiene por lo menos dos sentidos. Dante creía que había cuatro sentidos para cada pasaje.

Todo debe ser leído e interpretado. Por ejemplo, si se habla de la luz, la luz para él es una metáfora, símbolo evidente de la verdad. El caballo significa la inteligencia, por el hecho de que el caballo nos traslada de un lugar a otro. Él tiene todo un sistema de correspondencias. En esto se parece mucho a los cabalistas.

Después de eso, llegó a la idea de que todo en el mundo está basado en correspondencias. La creación es una escritura secreta, una criptografía que debemos interpretar. Que todas las cosas son realmente palabras, salvo las cosas que no podemos entender y que tomamos literalmente.

Recuerdo aquella terrible sentencia de Carlyle, que leyó no sin provecho a Swedenborg, y que dice: «La historia universal es una escritura que tenemos que leer y que escribir continuamente». Y es verdad: nosotros estamos presenciando continuamente la historia universal y somos actores de ella. Y nosotros también somos letras, también nosotros somos símbolos: «Un texto divino en el cual nos escriben». Yo tengo en casa un diccionario de correspondencias. Uno puede buscar cualquier palabra de la Biblia y ver cuál es el sentido espiritual que Swedenborg le dio.

Él, desde luego, creyó sobre todo en la salvación por las obras. En la salvación por las obras no sólo del espíritu sino también de la mente. En la salvación por la inteligencia. El cielo para él es, ante todo, un cielo de largas consideraciones teológicas. Los ángeles, sobre todo, conversan. Pero también el cielo está lleno de amor. Se admite el casamiento en el cielo. Se admite todo lo que hay de sensual en este mundo. Él no quiere negar ni empobrecer nada.

Actualmente, hay una iglesia swedenborgiana. Creo que en algún lugar de Estados Unidos hay una catedral de cristal. Y tiene algunos millares de discípulos en Estados Unidos, en Inglaterra (sobre todo en Manchester), en Suecia y en Alemania. Sé que el padre de William y Henry James era swedenborgiano. Yo he encontrado swedenborgianos en Estados Unidos, donde hay una sociedad que sigue publicando sus libros y traduciéndolos al inglés.

Es curioso que la obra de Swedenborg, aunque se haya traducido a muchos idiomas —incluso al hindú y al japonés— no haya ejercido más influencia. No se ha llegado a esa renovación que él quería. Pensaba fundar una nueva iglesia, que sería al cristianismo lo que la iglesia protestante fue a la iglesia de Roma.

Descreía parcialmente de las dos. Sin embargo, no ejerció esa vasta influencia que debería haber ejercido. Yo creo que todo eso es parte del destino escandinavo, en el cual parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal. Por ejemplo, los vikingos descubren América varios siglos antes de Colón y no pasa nada. El arte de la novela se inventa en Islandia con la saga y esa invención no cunde. Tenemos figuras que deberían ser mundiales —la de Carlos XII, por ejemplo—, pero pensamos en otros conquistadores que han realizado empresas militares quizá inferiores a la de Carlos XII. El pensamiento de Swedenborg hubiera debido renovar la Iglesia en todas partes del mundo, pero pertenece a ese destino escandinavo que es como un sueño.

Yo sé que en la Biblioteca Nacional hay un ejemplar de Del cielo, del infierno y sus maravillas. Pero en algunas librerías teosóficas no se encuentran obras de Swedenborg. Sin embargo, es un místico mucho más complejo que los otros; éstos sólo nos han dicho que han experimentado el éxtasis, y han tratado de transmitir el éxtasis de un modo hasta literario. Swedenborg es el primer explorador del otro mundo, el explorador que debemos tomar en serio.

En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal. Además, ahí está el verso que lo ata: él no pudo haber experimentado el verso.

En el caso de Swedenborg tenemos una larga obra. Tenemos libros como La religión cristiana en la Providencia Divina, y sobre todo ese libro que yo recomiendo a todos ustedes sobre el cielo y el infierno. Ese libro ha sido vertido al latín, al inglés, al alemán, al francés y creo que también al español. Allí la doctrina está contada con una gran lucidez. Es absurdo pensar que la escribió un loco. Un loco no hubiera podido escribir con esa claridad. Además, la vida de Swedenborg cambió en el sentido de que él dejó todos sus libros científicos. Él pensó que los estudios científicos habían sido una preparación divina para encarar las otras obras.

Se dedicó a visitar los cielos y los infiernos, a conversar con los ángeles y con Jesús, y luego a referirnos todo eso en una prosa serena, en una prosa ante todo lúcida, sin metáforas ni exageraciones. Hay muchas anécdotas personales memorables, como esa que les conté del hombre que quiere merecer el cielo pero sólo puede merecer el desierto porque ha empobrecido su vida. Swedenborg nos invita a todos a salvarnos mediante una vida más rica. A salvarnos mediante la justicia, mediante la virtud y mediante la inteligencia también.

Y luego vendrá Blake, que agrega que el hombre también debe ser un artista para salvarse. Es decir, una triple salvación: tenemos que salvarnos por la bondad, por la justicia, por la inteligencia abstracta; y luego por el ejercicio del arte.




                                                              9 de junio de 1978





En Borges Oral
Fuente: Bibliotheka.org