Alfonso Reyes — «Juan Ramón y los duendes»




Retrato de Joaquín Sorolla, 1903





Juan Ramón Jiménez se pasa lo más del día enclaustrado, escribiendo y, sobre todo, corrigiendo lo ya hecho: como él dice, "depurando la Obra". Casi anochecido, sale por la Castellana y se pasa un rato en la librería del Caballero de Gracia, que los aficionados llamamos "Los Alemancitos". En "Los Alemancitos" se le puede encontrar siempre, husmeando los libros nuevos. Levanta la cabeza –la noble cabeza de Greco– y nos clava esa mirada profunda y seria, negra y azul. 
Es pariente espiritual de Góngora. Sus rasgos lo recuerdan. A veces sonríe, pero hay en su sonrisa algo terrible, como una amenaza de mordisco. Juan Ramón es implacable y puro. No soporta lo que no es perfecto. Se aleja de los hombres a quienes no estima plenamente. Cuando da la mano, parece que da una sentencia de aprobación. Prefiere la soledad de oro. Y es un sacerdote del silencio. Goethe se veía obligado a escribir con lápiz, porque el rasgueo de la pluma interrumpía su recogimiento poético. 
Juan Ramón necesita, exige de la vida el más completo y absoluto silencio en torno a su trabajo.
En la calle del Conde de Aranda, donde vivía antes, se compuso un cuartito sordo, acolchado, que le costó mucho dinero y paciencia. Los obreros no le entendían, y él mismo se equivocaba al principio en la elección de los medios. 
Comenzó por forrar los muros de corcho. Pero yo, que tenía mis dudas, consulté a un mecánico belga, vecino mío.
Y mi vecino explicó que el corcho interrumpe las vibraciones motrices, pero no las acústicas; que contra los ruidos lo mejor era el fieltro. 
Juan Ramón rehizo la obra, apuró un poco, y al fin dio con una sustancia ensordecedora especial que le trajeron de los Estados Unidos, donde la cosechan para sanatorios de hombres fatigados. El resultado fue fantástico. 
-Parece -decía el poeta Moreno Villa- que le arrancan los tímpanos a uno al entrar aquí. 
Pero lo peor no era esto, sino que se acababa del todo la atmósfera sonora, ese ambiente o baño de rumores indefinibles en que vivimos como sumergidos; que se borraba, en fin, el fondo del paisaje -¡Pero en cambio, resaltaban, únicos, individuales, inextintos y más discernibles que antes, los ruidos más fuertes, los ruidos más esporádicos, acaso los más turbadores de todo! Así, el fonógrafo de al lado, el loro del piso bajo, el pavoroso chas que lanzan los muebles de tiempo en tiempo (oh Machado) y sobre todo, la pianola de las cubanas de arriba, que todo el día bailaban tangos argentinos con unos taconazos matadores... -Estoy seguro- decía en su exasperación el poeta-, estoy de seguro de que usan tacones metálicos. 
Al fin derrotado, decidió mudarse. Pero, como en el cuento alemán, el duende de los ruidos desagradables se escondió en la escombrera del carro de mudanzas y, sacando la cabeza, le dijo: -Con que nos mudamos, ¿eh?
Y en la nueva morada -una pequeña terraza de una de las calles más amplias y señoriales de Madrid (aquí a poco andar)- se oía de tiempo en tiempo el chirrido del tranvía en la curva, y, al anochecer, el grito de la castañera.
Juan Ramón se ha acostumbrado a levantar la pluma y suspender la labor unos segundos, mientras sacaba su quejido el tranvía. Y en cuanto a la castañera, afortunadamente ha desaparecido con el buen tiempo, pero llegamos a pensar en pagarle un anuncio luminoso o algo parecido, para que se abstuviera de lanzar su pregón y dejara en paz al poeta. 
El otoño pasado, el escritor y diplomático venezolano Pedro-Emilio Coll regresó del veraneo con un extraño mal nervioso: traía mucho ruido en la cabeza. Y el travieso mago de Pombo, Ramón Gómez de la Serna, imaginó un diálogo chusco entre Coll y Jiménez, en que este acababa por huir ante el estrépito intercraneano de aquel. 
"Azorín", curioseando un día en las ediciones escolares de Hachette, le descubrió un antecedente a Jiménez: resulta, pues, que Lamartine padecía del mismo mal y también había caído en el error del cuarto acolchado, según consta por un grabado de la época. Sólo que Lamartine tenía un cuarto al parecer espacioso, y el de Jiménez era diminuto; aunque daba la ilusión del espacio, y aún del aire libre, un espejo que duplicaba la longitud y reproducía la ventana de la calle.
Juan Ramón ha llegado a soñar en construir un barrio, en una plaza apartada, para gente fina, que sepa respetar el trabajo de los demás y adore el silencio como la mejor forma de comunicación entre vecinos.
Y entre tanto, se encierra a fabricar sus estrellas, continuamente, incesantemente. Hasta que le rinde el trabajo y le vuelve la sed de hablar con los pocos amigos que ha sabido escogerse -Y ¿qué tal de labor, Jiménez?
-No muy bien: entre ayer y hoy, la dilatación atmosférica del calor ha aumentado de un modo apreciable la intensidad de los ruidos.
Y este hombre severo, superior, grave maestro estético y fiero encabritador del verso, nos aparece de pronto como un San Sebastián barbudo y exangüe, de mirada casi cruel, atado a un árbol y acribillado por las flechitas del ruido. 





En Los dos caminos, 1923