Mentira la verdad II, capítulo 6









Vistos los anteriores y no los prosiguientes, puede que sea uno de los mejores capítulos; es, al menos, el último emitido por canal Encuentro hasta la fecha y supera a los demás, como si los contuviera. El marco: Sztajnszrajber-personaje a juicio, despreciado, con befa, lechugazos mediante, y defendido por un muñeco que juega Yenga durante el juicio (connotación evidente de cálculo, que responde a la pregunta "¿hasta donde llegará su torre argumental, sobre todo si desde un principio tomó partido por no investigar?"). Alguien alguna vez definió a los abogados como "aplicados estudiosos del convencimiento". 
Como en la primera entrega —Mentira la verdad I—, donde se hacía una versión libre de un diálogo de Platón, aquí se lo hace de un texto de Derrida, El siglo y el perdón
Sztajnszrajber es Derrida y es también el filósofo televisivo que cita a Derrida, mientras que, un amigo o un compañero del colegio, que alega en su contra, es el Sr. Mokovitz y también Vladimir Jankelevitch, quien polemizara, a su tiempo, con el mismo Derrida. De modo que Derrida se pone del lado de los nazis (igual que los padres judíos de Zelig) sabiendo que esto es imposible, y Jankelevitch defiende lo contrario; Jankelevitch tensa aún más la patraña: los nazis no pidieron perdón, ergo con más razón menos perdón debía darse para ellos. Tal cosa, la postura de Jankelevitch, sobrevalúa la conciencia del hombre y repite, sino la catástrofe, el error de los nazis: los nazis creían en la conciencia. Cada vez se sabe más que no merece defensa, es en su nombre, como dicen que se han cometido los crímenes, Dios, la Verdad, vienen detrás o cronológicamente antes. Una provisoria respuesta final, como siempre estamos dando, parece rezar: qué mejor manera de atacar el mal que defenderlo (se sobreentiende, después que sucedió, que fue primavera del mundo; cómo si no) Todos antítesis. El don y el perdón son los temas de este episodio de la serie, por si no se ha advertido. 
El perdón es una palabra muy elaborada, almibarada de Absoluto; no existe más allá de la raíz que modifica, es decir "don". Sztajnszrajber, dice, al principio: "Tal vez nunca demos tanto como en el perdón". Etimológicamente la palabra perdón tendría la idea que propone Sztajnszrajber (per-donare, dar por completo). Pero, como se sabe, no hay unidades en la realidad, o no hay realidad en las unidades, para el caso lo mismo.
Dar como da ese perdón es goce lacaniano, se puede decir; siempre el goce es perverso, en el Otro y en el otro, en la máquina y en el animal. Pero la nueva y ajustada acepción que se debe dar aquí a goce es la de desecho. La idea de este perdón incluye, otra vez, la heroicidad romántica de quedarse con nada, ser pura dádiva, lo que tampoco es cierto. ¿La idea —se preguntará— es condenarse, como el Silvio Astier de El juguete rabioso, autodestruirse, el acto gratuito, quedar irredento por la eternidad de sus días? El don imposible, el del perdón o el que se busca aquí, es "donde nadie da nada a nadie", tal vez la historia toda del hombre, ya en moral de masa como en psicología profunda, sintomática, pudiera decirse. En la teatralización de este capítulo incluso campea, acertadamente, la idea de que el que defiende está hundiendo e incluso inversamente que, a veces, el que está atacando, defiende.  
Este juicio de fantasía —piénsese que así como un gráfico ilustra la teoría, la historia aquí representada ilustra a Derrida— debiera tomarse literalmente, no para refunfuñar, sino para ver cómo se ve bajo esa mira, y Kafka, el masoquista, ayuda; en los juicios reales no hay este circo que se teatraliza aquí, pero su inmensa patraña, puede ser mejor expresada con esa burla. Las acusaciones que dan los testigos contra Sztajnszrajber son nimiedades (por ejemplo aquí se juzga haber dejado una novia, haber hecho una broma); si se observa bien, dichas nimiedades no son sino el célebre Juicio Final de las Escrituras, porque  por lo mismo son las cosas que se dicen en el sacramento de la confesión, cosas, justamente, por las que nadie lleva a nadie a la justicia; y esas cosas, sin embargo, por las que nadie llevaría a nadie ante la justicia son, como detectaría Deleuze, una marca a fuego entre los hombres: la inscripción de los cuerpos de que habla, el acotado destino del infinito azar. 
Otra respuesta final. Se está construyendo la justicia; no es la Justicia, es una justicia con minúsculas, pequeña, como para que quepa toda la humanidad lo mejor posible; si la justicia fuera compensación, si la justicia remediara, como la idea de ecuación que nos hacemos, la de exactitud, carecería de sentido: la sintomática que es la vida, el derroche que es la vida, dejaría de girar, aburrida de libertad. O también: lo que menos importa es si el hombre es o no condenado, lo que es lateral: dicha falencia no ha alterado el curso de las vergüenzas y sólo ha iluminado sobre la imperfección de todo sistema, en este caso el jurídico. Otra pregunta, final, más peliaguda, es, si habrán sido todas las filosofías del mundo, el Russell de todos los tribunales, el Sartre de todos los auspicios, tan aleccionadoras como el Holocausto. O si no se cura, la especie, de metafísica agotada al materializar terroríficamente esa metafísica con un campo de concentración que al poco andar repite Stalin porque su imaginación es poca. En definitiva, preguntarse, si la especie, que nunca se ha ido, sigue calculando mejor, ahora en el mundo de la ideas.

El final del capítulo decae, como suele suceder; Sztajnszrajber sermonea un poco, como lo hace toda conclusión. La metafísica saca la cabeza en Sztajnszrajber y tal vez hasta en Derrida, y se aleja de Schopenhauer (quien perdonara a la naturaleza sólo para que le permita decirle que es carcelera): Sztajnszrajber refiere el caso de un asesinado que debiese hacer acto de presencia, tal un Lázaro, para que así se dé el increíble deleite del perdón derridiano; la presencia (derridiana, si se quiere), siempre falseadora, reaparece. ¿Por qué? ¿Por qué se quiere que el muerto de muerte violenta vuelva a la vida para visionar el espectáculo de ver si perdona o no? Porque la idea de muerte, forzosa, brutal, tiene que ser algo más que la idea de la desaparición física. La muerte incluso pudiera ser, como decía Schopenhauer, un despertar; es, justamente, otra cosa, la verdadera desposesión. Esa otra cosa, a diferencia del lexema "muerte" con su idea de total clausura, ha dejado entrever una continuidad de hechos que la muerte no deja entrever.