El puño de Maeterlinck










El puño ha sido desconsiderado. Tiene la forma de la cara. Consideremos una pintura surrealista o la mano de Jim Carrey dándose salsa. La espada es para Maeterlinck, una ultima et sacra ratio, un mal necesario, latinista. Y allí no se equivoca. Pero hay que pensar en los pies como en una espada. Le dicen los remos. O en la piel, tan onanista o feudalista. Imaginemos los casos en que personas desayunan con sus pies u otras que tocan la flauta con el esfínter último. Los hay. De las primeras hubo un caso excepcional en el programa de Susana Giménez. Lo bueno de la TV y de Susana, lo friki friki.
En este trance de elogio de lo pequeño el caracol tiene un elogio de Maeterlinck, junto a los insectos. Habrá que estudiarlo detenidamente si enamora su ser, qué más remedio.
Pero lo que nos interesa son las agudas observaciones que hace el belga, sobre todo para seguir observando. De todos conocida es la teoría de que la espina es defectuosa: las vértebras están mal encajadas. Parece un herido eterno que se levanta a la velocidad de la historia. Allí no estamos de acuerdo: el junco que piensa de Pascal lo remedia. 
Maeterlinck, desde su época, dice que debiera prohibirse cualquier otra forma de combate que no sea la del puño. Su razón se halla en la defensa de la selección, que es lo único que tenemos. Debe decirse de la selección que comporta además sus errores, sus catástrofes. La selección, en este sentido evolucionista que despunta Maeterlinck no se sabe bien qué refiere, puesto que él la maneja como deber, y, filosóficamente hablando, el único deber que existe es el inconsciente, o sea el loco.
Maeterlinck, exclama "¡no sabemos dar un puñetazo! ¡Ni siquiera sabemos con exactitud cual es el arma de nuestra especie!" Sí lo sabemos, hoy sabemos que la mente nos ha madrugado y estamos enterrados en su desenvolvimiento. Por eso un espíritu rousseauniano despunta cada tanto.
Pero como buen simbolista que ha logrado ser este autor, siempre está hablando desde el repliegue del tiempo, o sea dice más. 
Pero las agudezas llegan rápido: hay que observar dos carreteros o campesinos yéndose a las manos. Allí vemos hombres temblorosos como si la cosa fuera, como si la situación fuera un ñandú: hay agarradas de pelos, de cuello, mordidas, arañazos, —agregamos a la enumeración: hay alguien que se queda en calzoncillos—, y "se enredan en su rabia inmóvil", dice. La cabeza puede mirar para el costado mientras el golpe llega, con éxito, al vacío. Los músculos del antebrazo y el hombro, dolerán mañana mas que los nudillos. Agregamos aquí que la teoría pulsional de Freud es cierta: los carreteros después se cansan, tal vez sin haberse dado un solo golpe, y se quedan observando, guardando cierta distancia, impregnados en el pavor, dando resoplidos de ahogado. En algo tiene razón el francés-belga: una pelea entre dos idiotiza al más esclarecido de los hombres: la pelea es un ídolo. 
Luego nos pide que miremos a dos boxeadores. No hay nada de lo de arriba. Es la postura de la serpiente, agregamos: tensada sobre sí aguardando del otro el movimiento. Una especie de serpiente mezclada con moscardón. En la saga Rocky, —que evocaría Maeterlinck si hubiera llegado a esta fecha—, están muchos de estos elementos.* Rocky enseña, por ejemplo, a pelear a un "vago", como le dicen repetidas veces en el film. Le dice que deje que la cólera del gusano cerebrotónico de Sábato no lo queme, que lo queme cuando ya está trabado en el ejercicio de los golpes. Dice una chinada como la de que "el miedo sirve para intentar controlarlo", etc. El boxeo es, así, "racional", como muchos deportes, pero no producirá gran bibliografía como la que se refiere a la historia de la mente, o sea la Historia. Tres golpes bastan, dice Maeterlinck. Porque se conoce el líquido en cefalorraquídeo, el cráneo y el cerebro flotante en aquél. 
Hay el caso de una reciente pelea en la que argentinos de Argentina estuvieron bastante estupidizados; "Maravilla" Martínez contra el hijo del boxeador Julio César Chávez. Nadie ganó la pelea, es claro. Nadie lo sabe, ni Borges. Pero hubo razonamientos acertados. El pavoneo de Martínez, pero su insistente y sostenida combinación de golpes, y hubo lo que se dijo arriba, en Martínez justamente: al final, el relator intuitivo, muy acertado hay que decir, y patriótico también, le dijo sin que lo escuchara el otro que el miedo no lo quemara como Rocky al vago, y desde la telepatía Martínez pareció escucharlo. Martínez se fue al humo y casi se cae con un soplido. Entendió y volvió hacia atrás para sostener los pedazos de su bipedismo. Un milímetro de rencor por vergüenza de la caída y el hijo de Chávez le daba KO. 

Es evidente que Maeterlinck habla de otra cosa, ya que escribir es hablarle a los muertos, y aunque le guste ir a ver boxeo, como a Cortázar; si no este párrafo: "Cuando más desarmados nos sentimos ante la ofensa, más nos atormenta el deseo de expresar a los demás y de persuadirnos a nosotros mismos de que nadie nos ofende impunemente". Léase: Maeterlinck dice que todos nos ofenden impunemente, haya o no castigo. 
Y luego habla del hombre de Camus básicamente, del hombre absurdo que no sabe qué golpear, del cual habla también, por ejemplo Cioran, con la ganancia de una más expeditiva expresión por ser de la otra mitad del siglo. Ese hombre es el burócrata, con una camisa y un saco, entendiendo el harakiri milenario y por lo cual los orientales se adelantan a los "complejos" que acepta Cioran. 
Así el hombre que no muy disfrazadamente Maeterlinck retrata, se parece a los carreteros, peleándose sin pericia, adelantándose con miedo al miedo. En Borges hay más de un página sobre este miedo machista, escrito con precisión cirúrgica. En «El Congreso», v. gr., donde el cobarde confeso Borges fantasea golpeando a un bravucón bajo la forma de un personaje mientras un Macedonio Fernández disfrazado de otro le dice al cabo "Salve, D' Artagnan". 

Este texto de Maeterlinck, Elogio del boxeo, fue referido por Abelardo Castillo, un escritor malísimo boxeador que dijo una vez que sabía más que el Papa cuando escribió un libro.





* Por ejemplo en la cuarta entrega, Rocky, que deberá batirse con el ruso Iván Drago, respira miedo como oxígeno y su esposa se lo devuelve con fatalismo ruso; corre un auto carísimo a miles de kilómetros para sacarse un bicho del cerebro, y al final da con algo que le hace repetir a su mujer sobre el soviet Goliat: "Para vencerme tiene que estar dispuesto a morir también".