Nueve escenas mudas para algún cine








Colocar un maniquí en el piso, acostado, horizontalmente. Llenar un balde con agua, y tirárselo. Aguardar, mirando, con expectación, el maniquí.


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Conducir por la carretera a la ciudad más próxima y detenerse a cuarto de destino. Bajarse del auto alisándose el pelo con ambas manos a la vez y correr a campo traviesa persiguiendo el horizonte.


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La imposible lectura de este fragmento:
El nieto golpeó el lomo del abuelo con su larga cuchara de madera. “Exprese sus sentimientos, viejo”, le dijo, “no ve que si no lo hace ahora mañana se muere y la vida no le dio todo lo que tenía para dar”. Pero el viejo, ágil, liviano como una lechuga le replicó “no se abuse, pelagatos, porque si no le entierro el bastón en los tobillos”.


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Mirar un simple vaso de cantina a trasluz. Enojarse. Soltar la respiración.


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Encender un cigarrillo por el medio, en su lateral. Tomar la oreja izquierda con la mano izquierda y señalar a ésta con la derecha. Sin modificar nada, decir, mirando a cámara: Rabelais, claro... Cómo que no Rabelais.


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Entrar al almacén repitiendo en un intervalo de segundo este paralelismo sintáctico No necesariamente, no necesariamente.  


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Amenazar a un mono con una espátula guardando una distancia de un metro que acuñe una proyección de embestida. Recitar: Cuando ella pasa / qué derredor / se cierne y por todo todo / cabe / en lo que se ilumina. // De las alegrías he hablado, / siniestras, / por las que / la aldea sólo avisa / que hubiese sido.   


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La historia del sofista que dejó de serlo, al querer —aunque sin éxito— saber por qué era sofista.


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Despedirse de los alumnos tomando del escritorio el portafolio. Dirigirse a la puerta, detenerse, tomar una tiza y escribir en el pizarrón: ¿Qué me pasa?